Entre la sombra y el caos

Félix Gómez, 57 años

El domingo 3 de marzo de 1985, Santiago se preparaba como cualquier otro día, con la calma tensa de quienes esperan la rutina cotidiana. Era el día anterior al que se convertiría en el umbral de una nueva vida: el primer día en la Universidad de Chile, el inicio de mi primer año, la ansiada «semana mechona». La mente, en su danza frenética, ya estaba inmersa en los detalles del futuro cercano: las matrículas, las asignaturas, la incertidumbre de los primeros pasos en un camino que se antojaba prometedor y aterrador.

Junto a mis padres, y tras un té que parecía traer consigo la paz de la tarde, me surgió la idea de salir al centro comercial. Las máquinas de pinball y los videojuegos me esperaban como una forma de aliviar la ansiedad. Pero mi papá me advirtió que no saliera; algo presagiaba que no era el momento.

Pocos minutos después, el suelo comenzó a temblar. Primero tímidamente, luego con fuerza, hasta que la casa entera empezó a bailar un vals sin música, crujiente, como si fuera un alma atrapada en su propio cuerpo. Las paredes se sacudían con el susurro de lo ineludible. Salimos al patio y fue allí, con la noche desplomándose a nuestro alrededor, que el mundo se transformó en un torbellino. La casa se movía, flotaba, y los árboles en la calle parecían danzar al ritmo de un viento invisible, mientras los postes y cables se doblaban con una elegancia macabra.

En medio de aquella escena surrealista, el instinto me llevó a acercarme a mi madre, quien lloraba y gritaba al cielo. La vi desgarrada por el miedo. Sin pensar, tomé sus manos entre las mías y, con la voz temblorosa pero firme, comencé a rezar el Padre Nuestro. Lentamente, las palabras, como un hilo tenue, fueron serenando su alma. Al finalizar, la calma, esa calma que no esperaba encontrar, se instaló en el aire. Mi padre me miró. Sus ojos reflejaban una gratitud sin palabras, como si la tensión de la situación hubiera colapsado bajo el peso de un simple gesto.

La misma intuición que me llevó a acercarme a mi madre también me impulsó a salir al patio, donde el área estaba limpia de la caída de objetos. En medio de esa catástrofe, el patio parecía un refugio. Quizá de allí puede surgir un aprendizaje: la importancia de actuar sin dudar, de confiar en ese impulso que nos orienta hacia la seguridad, incluso cuando todo parece perderse.

El temblor, que para mí pareció una eternidad, pero que en realidad fue tan solo un breve lapso, se desvaneció tan rápido como había llegado. La comunicación se cortó. La ciudad se quedó muda, como si estuviera suspendida en un sueño del que nadie quería despertar. Afortunadamente, la electricidad permaneció, y la radio nos trajo noticias desde el corazón de la tragedia. Las autoridades nos alertaron de las réplicas, que llegaron menores en intensidad, pero suficientes para sembrar más miedo en el aire. Nadie pudo regresar a su casa esa noche y todos, temerosos de lo incierto, pasamos la noche al aire libre, bajo el cielo cubierto de estrellas, como si al estar fuera, estuviéramos más cerca de la salvación.

Esa noche el temblor no solo agrietó la tierra, sino que también dejó una huella imborrable en el alma. Nos dio a todos una lección tácita: la vida, con su frágil equilibrio, puede romperse en un instante. Y en medio de ese caos, la intuición humana, esa sombra silenciosa que habita en cada uno de nosotros, tiene el poder de apaciguar la tormenta, aunque solo sea por un momento.